sábado, enero 15, 2011

Viernes.

Es viernes por la tarde. La sala de espera está medio desierta y yo estoy cansada. Cuando estoy cansada hablo más bajito. No es una decisión consciente, es simplemente una forma de guardar energía. Así que todo va bien hasta que recibo a una paciente más sorda que una tapia. No es su culpa. El oído tiene sus limitaciones. 87 años con el mismo oído es una limitación. Por lo que tengo que dejar mi voz bajita y empezar a hablar alto. Hablar alto no funciona. El siguiente paso es gritar a unos 40 cm de la paciente y parece que así logra entenderme. Afortunadamente su oído no funciona bien pero su cerebro lo hace a la perfección por lo que debo dar una explicación minuciosa de su enfermedad. Mientras grito, su hijo aprovecha para decirme que él se queda sin voz con frecuencia porque no hay garganta que aguante eso. Le respondo que no me extraña. Finalmente la paciente se va contenta de la consulta a pesar de que ha recibido más gritos que cualquier otro paciente.
A su salida, salgo a llamar al siguiente paciente a la sala de espera. Al salir no puedo por menos que pedir disculpas por mis gritos. A lo que los pacientes asienten y sin poder remediarlo se echan a reír. Así que permanecemos unos minutos sonriendo por la situación y vuelvo a hablar con voz bajita.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No podías "recetarle" unos audífonos?,a lo mejor te hacía caso.
A.

Sara. dijo...

Ya llevaba audífono;)
Bicos.