Está en una camilla. Es una mujer mayor, grita. La llamo por su nombre mientras le explico que es necesario sacarle sangre. Sirve de poco, sigue agresiva con una mirada fría y llena de desconfianza. Las enfermeras realizan las órdenes médicas y sé que he sido yo la culpable de sus pinchazos. Una vez con el camisón puesto, la vía colocada y la manta sobre su cuerpo, se agarra a la barandilla de la cama. Permanece inmóvil, desconsolada. Y sé lo que tengo que hacer.
Llamo por el altavoz a su familia. Acude su marido. Me mira con interrogantes mientras entra en el box para darle la mano a su mujer. Le da la mano con lentitud, parece una película de cine mudo. Y todo cambia. La mujer relaja sus facciones y una ola de paz inunda su rostro. Acerca la mano de su marido hacia su cara y cierra los ojos con una serenidad que me deja sin aliento. Trago saliva. Comienzo a explicarle al marido la sospecha clínica. Lo explico cuando el marido comienza a hablar.
Y habla. Habla como un primer plano ante una cámara. Habla con los ojos vidriosos por las lágrimas. Es tan difícil, tan difícil. Al principio la enfermedad era lenta, pequeños olvidos, palabras repetidas pero poco más. Han pasado ocho años. Ocho años. Es mi mujer. Y permanece callado, trago saliva nuevamente mientras me repito que no puedo llorar. No puedo llorar aquí. Pongo mi brazo sobre su hombro mientras el hombre trata de mantener la compostura.
Nos dieron una residencia de día pero no pude llevarla. No podía dejarla allí, ella es mi señora. Así que empecé a darle paseos por el pasillo, a leerle en voz alta y a enseñarle a coger la cuchara. Nuevo silencio. Es muy duro, muy duro. Y hoy, hoy no sabía que más hacer. Yo no quiero traerla al hospital pero la ví mal. Todas las noches, me coge la mano antes de quedarse dormida pero esta noche no lo hizo y eso me asustó. Siempre me da la mano en la cama desde hace setenta años. A mí no me importa que la ingresen si es necesario, yo me quedaré con ella todo el tiempo. Sólo quiero que esté bien. Que esté bien. Entonces toca la cara de su mujer con dulzura,sus manos gastadas recorren las arrugas y parece una mujer distinta a la que entró minutos antes. Cuando la acaricio, se calma. A veces, se pone a gritar y la acaricio. Entonces se tranquiliza y apoya su cabeza sobre mi hombro. Parece que me reconoce, yo quiero creer que me reconoce.
Asiento en silencio. Le acerco una silla y le permito permanecer junto a su mujer el resto del tiempo. No tengo palabras.
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